Los asientos del metro

Dice mi hermana que los asientos del metro (de la ciudad de México) tienen premio y que por eso la gente se lanza desesperadamente para ocupar uno de ellos antes que alguien más lo haga. Ansiosos de su premio, se quitan a codazos a las ancianas, empujan con la barriga a los niños ajenos, y, los más detestables, le dan su arrimón de camarón a las chavas.

Hoy perdí el control sobre mí mismo y no pude más que reír a carcajadas ante la mirada inquisidora de la causante de tan buen humor matutino. Y es que, en su afán por conseguir el anhelado lugar en el vagón, a la señora en cuestión se le atoró el tacón de su zapato derecho en el hueco que queda entre el convoy y el andén.

Cualquier mujer común y corriente, pero sobre todo con sentido común, se hubiera detenido a levantar su accidentado calzado para, una vez devuelto al sitio donde debe estar, poder avanzar triunfal hacia el interior del vagón. Esta señora no tiene sentido común. En lugar de hacer lo antes descrito se abalanzó, no sin tambalearse de izquierda a derecha a causa del desnivel en sus pies, con toda fiereza y desesperación al asiento prometido. ¿El zapato? Ahí se quedó hasta que un chavo de unos dieciocho o veinte años lo miró en el hueco ese. Curioso se inclinó por él y, con aún más curiosidad observó la rotura del tacón.

Yo no aguantaba más la risa, había entrado por la misma puerta que la señora y estaba sentado frente a ella, aunque no intencionalmente. La gente me miraba con extrañeza por la risa que salía tan copiosamente de mi boca. Mientras el chaval, con calzado femenino en mano, levantó la mirada y recorrió de izquierda a derecha el vagón buscando una expresión que le señalara a la dueña de tal zapato. Como nadie hizo nada por el cacle (la dueña estaba ocupada en acomodarse el vestido) simplemente se decidió por arrojarlo al suelo y, justo antes de que esto sucediera y mientras aún tenía el calzado en sus manos, se escuchó un ruido horroroso que algunos pudieron identificar como el grito posesivo de la que calzaba sólo un zapato. "Dame mi zapato hijo de tu pu** mad**". Vaya que tiene pulmones la señora. El chavo, perplejo no se movía, no respiraba. Yo seguía riendo. "Que me lo des cab** hijo de la chin**da".

Ya la risa me hacía casi doblar en mi asiento pues la señora reclamante no se había movido para nada del suyo y desde ahí, cómodamente (bueno, si a un asiento del metro se le puede considerar cómodo) lanzaba su perorata contra el joven confundido. Quien, a la vez y sólo al principio, trataba de buscar el origen de tan horrenda voz. Creo que hasta lagrimee de tanto reír.



¿En qué acabó? Ah, sí, el señor que estaba sentado en el asiento que va solo le dijo al chavalillo, con toda serenidad "oye, la señora es la del zapato que traes". La mujer seguía gritando. Él, tranquilo. "Ah, eh… ¿se lo pasa por favor? Gracias".

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